"La palabra escrita me enseñó a escuchar
la voz humana, un poco como las grandes actitudes inmóviles de las estatuas me
enseñaron a apreciar los gestos. En cambio, y posteriormente, la vida me aclaró
los libros" M. Yourcenar.
Dicen
que la mejor escuela del mundo es la vida, y el Campo de Trabajo de San Gil es
un curso intensivo. Fui contenta, con esa pequeña felicidad que da el cerrar la
maleta sin problemas y no tener que cambiar de autobús, aunque te tires ocho
horas entre pies olorosos y bocatas de chorizo, y algo nerviosa, más bien
acojonada, preguntándome cómo serían los compañeros, los usuarios, cómo tratar
a unos y a otros, qué decir y en qué momento, si nos llevaríamos bien, si
habría problemas, si, si, si... En definitiva, la inseguridad que da instantes
antes de irte, meses después del
"sí, sí, me voy a un Campo de Trabajo con personas con
discapacidad, sola, que ya haré amigos allí" y de la gente que te mira raro creyendo que te
vas a hacer trabajos forzados y eres una flipada de la vida. Las mariposillas
en el estómago anteriores a cualquier gran experiencia.
Entre
nervios y sueño llegué a Plasencia, a las una y cuarto de la mañana del domingo
2 de agosto con un Cano que me esperaba tanto o más adormilado que yo y que me
llevó a Placeat, donde habían dejado que durmiera esa noche (¡mil gracias!)
junto con dos chicas que llegaban de madrugada. Así que ahí me encontraba yo,
en un piso tutelado de Placeat, en una ciudad que no conocía, sola, solita,
sola en todo el edificio, con fotos de niñas de comunión al lado de la cama que
miraban con ojos raros y con una calor de mil demonios. La aventura empezaba.
Tomás
te enseña a creer en las personas y en las sirenas, Saluki, que con alegría y
positividad se llega al fin del mundo, y que Hakuna Matata, que no hay problema.
Manolo te dice con gestos que no hay sueños imposibles, sólo maneras
alternativas de llevarlos a cabo; Manuel, que ojalá todos los hermanos quisieran
tanto y tan bien; Gloria, que la familia también se elige y Mimi y Juanjo, que el amor no entiende de
discapacidad, sólo de pureza y cariño.
Y es que en San Gil la discapacidad
sólo hace que se busquen otras formas de hacer lo mismo, otras maneras de
comprender y de comunicar, otra forma de sentir. En realidad, todo se resume a
eso, a sentir y a comprender; a
comprender que una discapacidad no nos define, igual que no lo hace
nuestra nacionalidad ni nuestro sexo; lo único que nos define es lo que
queremos que lo haga. Y a aprender a sentir, a tener los ojos, los oídos y el
corazón muy, muy abiertos para vivir cada instante, a sentir el cariño en cada
roce de piel con piel en cualquier abrazo, porque todos son verdaderos, a
percibir el brillo en todos nuestros ojos. A que nada se escape, porque todo
merece la pena.
Pero
San Gil es mucho más. San Gil es también
un pan que habla, es "mafia, manzana, naranja, mi casa", canciones
en euskera mal pronunciado, vampiros chupópteros, acordes en guitarra canaria,
amigos sensibles e insensibles, estrellas fugaces que sólo ven unos pocos,
chistes malos a las tres de la mañana, espectáculos de Broadway creados en una
hora, fobia a los "síes" y "noes" a las diez y media de la
noche, dormir bajo las estrellas. Es canciones de Extremoduro a toda hostia,
bailar disfrazados, un "disfruta las cosas buenas que tiene la vida"
y "qué asco, ¡gusano!". Es paisajes que quitan el aliento, es templos
naturales a Gaia. Es la Extremadura menos extrema y menos dura. Es hablar del
alma y los extraterrestres todos en círculo, o de la vida en la furgoneta
cuando todos duermen. Es veinte personas diferentes con veinte historias que
contar, de distinto lugar, distinta edad, distintos intereses. San Gil es gente
maravillosa que tal vez no descubrirías en cualquier otra circunstancia, es ser
feliz haciendo felices a otros que a su vez te hacen feliz a ti. Es descubrir
serendipias mágicas que cambian tu visión del mundo, con las que bajarte de él.
San
Gil es una familia de esas que se eligen. Es cambiar el mundo poquito a poco. Es
la vida en su lado más bello.
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